8.5.13

Aspectos prioritarios de la formación sacerdotal

"la madurez afectiva que se desea en los sacerdotes, debe estar caracterizada por la prudencia, la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, al igual que por la estima y el respeto a las relaciones interpersonales con hombres y con mujeres (cf. Ibíd.). Se trata, por tanto, de una tarea que rebasa las solas fuerzas humanas, y que requiere de la eficaz gracia de Dios, pues Él es, en definitiva, el Educador del corazón humano."


Aspectos prioritarios
de la formación sacerdotal, 
en un cambio de época


Una reflexión a partir de la experiencia en América Latina Guadalajara, 08 de mayo de 2013 Miguel Romano Gómez (Zenit.org)

Reflexión del obispo auxiliar de Guadalajara, México, Miguel Romano Gómez, sobre la formación de los futuros sacerdotes, basada en los datos y la experiencia en los seminarios de América Latina.

1. Inmadurez psicológica
En América Latina, la inestabilidad entre los sacerdotes y los candidatos al sacerdocio, tanto diocesanos como religiosos, es un hecho significativo, que nos invita a reflexionar sobre algunos aspectos de la formación sacerdotal, tanto en su etapa inicial como permanente. Si bien la inestabilidad vocacional ha existido siempre, ésta tiende a aumentarse, como consecuencia de la transformación cultural que trae consigo este cambio de época. Como mencionábamos anteriormente, en Latinoamérica, donde el número de católicos por sacerdote tiende a incrementarse rápidamente, ocurren el 26% de los abandonos ministeriales mundiales y el 45% de las deserciones vocacionales de los seminarios de todo el Orbe. Así como es necesario buscar el ingreso constante y creciente de jóvenes aptos para el sacerdocio, también debemos velar para que quienes ingresan a nuestros Seminarios, sean idóneos y cuenten con los recursos suficientes para perseverar con fidelidad en el ministerio.
La mayoría de las deserciones encuentran su origen en una deficiente formación humana. Constatamos que las nuevas generaciones de seminaristas y sacerdotes que son más vulnerables en esta dimensión y presentan mayores deficiencias y condicionamientos que en el pasado, sin negar que también existen otras deficiencias en las demás dimensiones de la formación. No obstante, no debemos perder de vista que, sobre la dimensión humana, descansan los demás aspectos de la formación sacerdotal, y por ello, es la dimensión que primariamente se debe consolidar.
El Documento de Aparecida recoge esta inquietud del episcopado latinoamericano al señalar la necesidad de velar por una formación que pueda responder mejor a los retos que enfrentan actualmente los sacerdotes. Particularmente, señala:
“Se deberá prestar especial atención al proceso de formación humana hacia la madurez, de tal manera que la vocación al sacerdocio ministerial de los candidatos, llegue a ser en cada uno un proyecto de vida estable y definitivo, en medio de una cultura que exalta lo desechable y lo provisorio. Dígase lo mismo de la educación hacia la madurez de la afectividad y la sexualidad. Ésta debe llevar a comprender mejor el significado evangélico del celibato consagrado como valor que configura a Jesucristo, por tanto, como un estado de amor, fruto del don precioso de la gracia divina, según el ejemplo de la donación nupcial del Hijo de Dios; a acogerlo como tal con firme decisión, con magnanimidad y de todo corazón; y a vivirlo con serenidad y fiel perseverancia, con la debida ascesis en un camino personal y comunitario, como entrega a Dios y a los demás con corazón pleno e indiviso”.
Para formar personalidades lo suficientemente maduras para el ministerio sacerdotal, conviene revisar las principales áreas de la formación en la dimensión humana, no tanto en sus contenidos sino en sus formas.

2. Formar la inteligencia para reconocer y amar la Verdad
La Exhortación Post-sinodal Pastores Dabo Vobis señala el amor a la verdad como una de las cualidades humanas necesarias para lograr una personalidad equilibrada, sólida y libre (cf. PDV 43). El amor a la verdad supone primero su aprehensión, lo cual se logra mediante la formación de la inteligencia. La inteligencia se forma cuando se aprende a pensar, cuando descubre por sí misma, cuando lee el interior de las realidades, principalmente, la realidad personal. Los conocimientos que son fruto de la tarea personal de pensar, descubrir, conocerse a sí mismo, entender, conectar unos acontecimientos con otros, son los que realmente logran formar esta capacidad.
Por otro lado, resulta de capital importancia tener en cuenta, en la formación intelectual, la pertinente observación del Cardenal John Henry Newman al distinguir entre dos tipos de conocimiento que llevan a su vez a dos maneras de asentir: el asentimiento nocional y el asentimiento real. El primero se refiere al asentimiento de un conocimiento de tipo teórico, científico y aun teológico, que se refiere a la verdad de los principios generales; y el segundo, el asentimiento real, el cual se refiere al conocimiento de lo concreto, vivo y cercano. Es decir, no es lo mismo aceptar como verdadero que Jesús es el Hijo de Dios en teoría, a aceptar que verdaderamente Jesús es mí Salvador y que, por tanto, debo obrar en consecuencia. Tampoco es lo mismo conocer y aceptar teóricamente los compromisos que exige el sacerdocio, como es el celibato, a asumir en la propia vida todas sus consecuencias. En la labor formativa se deben asegurar los dos tipos de conocimiento con sus respectivas formas de asentimiento, quizá poniendo un mayor énfasis en el real, pero nunca uno sin el otro. Ante la incoherencia que se puede presentar entre la forma de pensar y de vivir, debemos estar atentos a corregirla oportunamente, pues a veces, quien pretende vivirlo no se ha dado cuenta de la relación vital que guardan los principios que ha aceptado teóricamente con la vida personal, ni ha logrado traducirlos en acciones concretas y congruentes con esos principios.

3. Formar el corazón: la educación afectiva y de la sexualidad
Uno de los puntos en los que más se ha insistido en la formación sacerdotal, ya sea en su etapa inicial como en la permanente, es el de la educación de la afectividad y la sexualidad. La madurez afectiva es el resultado de la educación en el amor verdadero y responsable, que se caracteriza por comprometer a toda la persona, y que se expresa mediante el significado “esponsal” del cuerpo humano (cf. PDV 44). A su vez, la madurez afectiva que se desea en los sacerdotes, debe estar caracterizada por la prudencia, la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, al igual que por la estima y el respeto a las relaciones interpersonales con hombres y con mujeres (cf. Ibíd.). Se trata, por tanto, de una tarea que rebasa las solas fuerzas humanas, y que requiere de la eficaz gracia de Dios, pues Él es, en definitiva, el Educador del corazón humano.
El cambio de época que nos ha tocado vivir conlleva una serie de retos que deben ser afrontados ya desde la formación inicial. Podemos advertir que, además de haberse incrementado un ambiente donde se vive el permisivismo moral y el hedonismo, ha comenzado a aparecer, también entre los sacerdotes, un nuevo individualismo de corte estético-emotivo, que afecta directamente la dimensión afectiva de la persona. Este nuevo individualismo está constituido por la apariencia y la emoción, en donde las cosas son relevantes en la medida en que logren estimular los sentidos o engrandecer la imaginación.
Debemos advertir sobre la presencia, cada vez frecuente, del narcisismo, el cual junto con la homosexualidad, son las formas típicas de inmadurez afectiva y sexual (cf. OECS 21). El narcisismo contemporáneo, va de la mano con la aparición del individualismo de corte estético-emotivo, y quizá por ello se ha difundido más en la sociedad. Este narcisismo se caracteriza, además de un equivocado amor a sí mismo, por la ansiedad, pues se busca encontrar un sentido a la vida ya que se duda incluso de su propia identidad. Quienes lo viven, generalmente presentan actitudes sexuales permisivas y egocéntricas. Son ferozmente competitivos en su necesidad de aprobación o aclamación y tienden a desprestigiar y desconfiar de los demás. Su autoestima depende de los demás y no pueden vivir sin una audiencia que los admire y apruebe. Presentan conductas antisociales en las que se huye de la cooperación y el trabajo en equipo, pues son personas que viven en un lamentable y estéril individualismo. Además, tienden a la codicia, son amantes de las gratificaciones inmediatas y viven preocupadas por fantasías de éxito ilimitado. Se sienten “especiales” y por ello buscan siempre un trato “especial” y protagónico. Asimismo, frecuentemente envidian a otros o creen que los demás los envidian a ellos, y presentan comportamientos o actitudes arrogantes, soberbias y carecen de empatía hacia los demás.
Se ha incrementado el número de personas narcisistas o con tendencias homosexuales en nuestra sociedad, como consecuencia de la desintegración familiar y el incremento de familias monoparentales, por el permisivismo moral y la cultura hedonista, y sobre todo, por la falta de cercanía, afecto y atención a los hijos. Esto presenta un particular reto para nosotros, tanto en la selección como en la formación de los candidatos al sacerdocio, pues son muchos los que proceden de hogares disfuncionales en los que no ha habido una adecuada identificación con la figura paterna, o bien, ésta ha estado ausente en ellos.

(08 de mayo de 2013) © Innovative Media Inc.



31.12.11

EDUCAR A LOS JÓVENES EN LA JUSTICIA Y LA PAZ




MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2012


EDUCAR A LOS JÓVENES EN LA JUSTICIA Y LA PAZ


1. El comienzo de un Año nuevo, don de Dios a la humanidad, es una invitación a desear a todos, con mucha confianza y afecto, que este tiempo que tenemos por delante esté marcado por la justicia y la paz.

¿Con qué actitud debemos mirar el nuevo año? En el salmo 130 encontramos una imagen muy bella. El salmista dice que el hombre de fe aguarda al Señor «más que el centinela la aurora» (v. 6), lo aguarda con una sólida esperanza, porque sabe que traerá luz, misericordia, salvación. Esta espera nace de la experiencia del pueblo elegido, el cual reconoce que Dios lo ha educado para mirar el mundo en su verdad y a no dejarse abatir por las tribulaciones. Os invito a abrir el año 2012 con dicha actitud de confianza. Es verdad que en el año que termina ha aumentado el sentimiento de frustración por la crisis que agobia a la sociedad, al mundo del trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces son sobre todo culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad hubiera descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad la luz del día.

En esta oscuridad, sin embargo, el corazón del hombre no cesa de esperar la aurora de la que habla el salmista. Se percibe de manera especialmente viva y visible en los jóvenes, y por esa razón me dirijo a ellos teniendo en cuenta la aportación que pueden y deben ofrecer a la sociedad. Así pues, quisiera presentar el Mensaje para la XLV Jornada Mundial de la Paz en una perspectiva educativa: «Educar a los jóvenes en la justicia y la paz», convencido de que ellos, con su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo una nueva esperanza.

Mi mensaje se dirige también a los padres, las familias y a todos los estamentos educativos y formativos, así como a los responsables en los distintos ámbitos de la vida religiosa, social, política, económica, cultural y de la comunicación. Prestar atención al mundo juvenil, saber escucharlo y valorarlo, no es sólo una oportunidad, sino un deber primario de toda la sociedad, para la construcción de un futuro de justicia y de paz.

Se ha de transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor positivo de la vida, suscitando en ellos el deseo de gastarla al servicio del bien. Éste es un deber en el que todos estamos comprometidos en primera persona.

Las preocupaciones manifestadas en estos últimos tiempos por muchos jóvenes en diversas regiones del mundo expresan el deseo de mirar con fundada esperanza el futuro. En la actualidad, muchos son los aspectos que les preocupan: el deseo de recibir una formación que los prepare con más profundidad a afrontar la realidad, la dificultad de formar una familia y encontrar un puesto estable de trabajo, la capacidad efectiva de contribuir al mundo de la política, de la cultura y de la economía, para edificar una sociedad con un rostro más humano y solidario.

Es importante que estos fermentos, y el impulso idealista que contienen, encuentren la justa atención

en todos los sectores de la sociedad. La Iglesia mira a los jóvenes con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a defender el bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el mundo y ojos capaces de ver «cosas nuevas» (Is 42,9; 48,6).

Los responsables de la educación

2. La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar –que viene de educere en latín– significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone.

¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. «En la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro»[1].Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia y la paz.

Vivimos en un mundo en el que la familia, y también la misma vida, se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas. Unas condiciones de trabajo a menudo poco conciliables con las responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo. Deseo decir a los padres que no se desanimen. Que exhorten con el ejemplo de su vida a los hijos a que pongan la esperanza ante todo en Dios, el único del que mana justicia y paz auténtica.

Quisiera dirigirme también a los responsables de las instituciones dedicadas a la educación: que vigilen con gran sentido de responsabilidad para que se respete y valore en toda circunstancia la dignidad de cada persona. Que se preocupen de que cada joven pueda descubrir la propia vocación, acompañándolo mientras hace fructificar los dones que el Señor le ha concedido. Que aseguren a las familias que sus hijos puedan tener un camino formativo que no contraste con su conciencia y principios religiosos.

Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna.

Me dirijo también a los responsables políticos, pidiéndoles que ayuden concretamente a las familias e instituciones educativas a ejercer su derecho deber de educar. Nunca debe faltar una ayuda adecuada a la maternidad y a la paternidad. Que se esfuercen para que a nadie se le niegue el derecho a la instrucción y las familias puedan elegir libremente las estructuras educativas que consideren más idóneas para el bien de sus hijos. Que trabajen para favorecer el reagrupamiento de las familias divididas por la necesidad de encontrar medios de subsistencia. Ofrezcan a los jóvenes una imagen límpida de la política, como verdadero servicio al bien de todos.

No puedo dejar de hacer un llamamiento, además, al mundo de los medios, para que den su aportación educativa. En la sociedad actual, los medios de comunicación de masa tienen un papel particular: no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona.

También los jóvenes han de tener el valor de vivir ante todo ellos mismos lo que piden a quienes están en su entorno. Les corresponde una gran responsabilidad: que tengan la fuerza de usar bien y conscientemente la libertad. También ellos son responsables de la propia educación y formación en la justicia y la paz.

Educar en la verdad y en la libertad

3. San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem? - ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?»[2]. El rostro humano de una sociedad depende mucho de la contribución de la educación a mantener viva esa cuestión insoslayable. En efecto, la educación persigue la formación integral de la persona, incluida la dimensión moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la que es miembro. Por eso, para educar en la verdad es necesario saber sobre todo quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista reflexiona: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el hombre? El hombre es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no parcial, sino capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como un don inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la inviolabilidad de toda persona. Por eso, la primera educación consiste en aprender a reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser humano y ayudar a los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad. Nunca podemos olvidar que «el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones»[3],incluida la trascendente, y que no se puede sacrificar a la persona para obtener un bien particular, ya sea económico o social, individual o colectivo.

Sólo en la relación con Dios comprende también el hombre el significado de la propia libertad. Y es cometido de la educación el formar en la auténtica libertad. Ésta no es la ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, no es el absolutismo del yo. El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie, que puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo, con Dios. La auténtica libertad nunca se puede alcanzar alejándose de Él.

La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede entender y usar mal. «En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común»[4].

Para ejercer su libertad, el hombre debe superar por tanto el horizonte del relativismo y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más íntimo de la conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del mal, a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha cometido[5].Por eso, el ejercicio de la libertad está íntimamente relacionado con la ley moral natural, que tiene un carácter universal, expresa la dignidad de toda persona, sienta la base de sus derechos y deberes fundamentales, y, por tanto, en último análisis, de la convivencia justa y pacífica entre las personas.

El uso recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la justicia y la paz, que requieren el respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se distancie de la propia forma de ser y vivir. De esa actitud brotan los elementos sin los cuales la paz y la justicia se quedan en palabras sin contenido: la confianza recíproca, la capacidad de entablar un diálogo constructivo, la posibilidad del perdón, que tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia los más débiles, así como la disponibilidad para el sacrificio.

Educar en la justicia

4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, más allá de las declaraciones de intenciones, está seriamente amenazo por la extendida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus raíces transcendentes. La justicia, en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano. La visión integral del hombre es lo que permite no caer en una concepción contractualista de la justicia y abrir también para ella el horizonte de la solidaridad y del amor[6].

No podemos ignorar que ciertas corrientes de la cultura moderna, sostenida por principios económicos racionalistas e individualistas, han sustraído al concepto de justicia sus raíces transcendentes, separándolo de la caridad y la solidaridad: «La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo»[7].

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6). Serán saciados porque tienen hambre y sed de relaciones rectas con Dios, consigo mismos, con sus hermanos y hermanas, y con toda la creación.

Educar en la paz

5. «La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad»[8].La paz es fruto de la justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo don de Dios. Los cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en Él, en su cruz, Dios ha reconciliado consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos separaban a unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única familia reconciliada en el amor.

Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra que se ha de construir. Para ser verdaderamente constructores de la paz, debemos ser educados en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad; hemos de ser activos dentro de las comunidades y atentos a despertar las consciencias sobre las cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la importancia de buscar modos adecuados de redistribución de la riqueza, de promoción del crecimiento, de la cooperación al desarrollo y de la resolución de los conflictos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios», dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt 5,9).

La paz para todos nace de la justicia de cada uno y ninguno puede eludir este compromiso esencial de promover la justicia, según las propias competencias y responsabilidades. Invito de modo particular a los jóvenes, que mantienen siempre viva la tensión hacia los ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar la justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y verdadero, aun cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.

Levantar los ojos a Dios

6. Ante el difícil desafío que supone recorrer la vía de la justicia y de la paz, podemos sentirnos tentados de preguntarnos como el salmista: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?» (Sal 121,1).

Deseo decir con fuerza a todos, y particularmente a los jóvenes: «No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico [...], mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno.

Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?»[9]. El amor se complace en la verdad, es la fuerza que nos hace capaces de comprometernos con la verdad, la justicia, la paz, porque todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,1-13).

Queridos jóvenes, vosotros sois un don precioso para la sociedad. No os dejéis vencer por el desánimo ante las dificultades y no os entreguéis a las falsas soluciones, que con frecuencia se presentan como el camino más fácil para superar los problemas. No tengáis miedo de comprometeros, de hacer frente al esfuerzo y al sacrificio, de elegir los caminos que requieren fidelidad y constancia, humildad y dedicación. Vivid con confianza vuestra juventud y esos profundos deseos de felicidad, verdad, belleza y amor verdadero que experimentáis. Vivid con intensidad esta etapa de vuestra vida tan rica y llena de entusiasmo.

Sed conscientes de que vosotros sois un ejemplo y estímulo para los adultos, y lo seréis cuanto más os esforcéis por superar las injusticias y la corrupción, cuanto más deseéis un futuro mejor y os comprometáis en construirlo. Sed conscientes de vuestras capacidades y nunca os encerréis en vosotros mismos, sino sabed trabajar por un futuro más luminoso para todos. Nunca estáis solos. La Iglesia confía en vosotros, os sigue, os anima y desea ofreceros lo que tiene de más valor: la posibilidad de levantar los ojos hacia Dios, de encontrar a Jesucristo, Aquel que es la justicia y la paz.

A todos vosotros, hombres y mujeres preocupados por la causa de la paz. La paz no es un bien ya logrado, sino una meta a la que todos debemos aspirar. Miremos con mayor esperanza al futuro, animémonos mutuamente en nuestro camino, trabajemos para dar a nuestro mundo un rostro más humano y fraterno y sintámonos unidos en la responsabilidad respecto a las jóvenes generaciones de hoy y del mañana, particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices de paz. Consciente de todo ello, os envío estas reflexiones y os dirijo un llamamiento: unamos nuestras fuerzas espirituales, morales y materiales para «educar a los jóvenes en la justicia y la paz».

Vaticano, 8 de diciembre de 2011

BENEDICTUS PP XVI

Notas

[1] Discurso a los Administradores de la Región del Lacio, del Ayuntamiento y de la Provincia de Roma, (14 enero 2011), L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (23 enero 2011), 3.

[2] Comentario al Evangelio de S. Juan, 26,5.

[3] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 11: AAS 101 (2009), 648; cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.

[4] Discurso en la ceremonia de apertura de la Asamblea eclesial de la diócesis de Roma (6 junio 2005): AAS 97 (2005), 816.

[5] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 16.

[6]Cf. Discurso en el Bundestag (Berlín, 22 septiembre 2011): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 septiembre 2011), 6-7.

[7] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 6: AAS 101 (2009), 644-645.

[8] Catecismo de la Iglesia Católica, 2304.

[9] Vigilia de oración con los jóvenes (Colonia, 20 agosto 2005): AAS 97 (2005), 885-886.


vatican.va


26.11.11

Mensaje de esperanza y de paz


VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN

18-20 DE NOVIEMBRE DE 2011


SANTA MISA Y ENTREGA

DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL

A LOS OBISPOS DE ÁFRICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI

 www.vatican.va
Estadio de la Amistad, Cotonú
Domingo 20 de noviembre de 2011
Queridos hermanos en el Episcopado y el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas

Es una gran alegría para mí visitar por segunda vez este querido continente, a continuación de haberlo hecho mi querido Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, y volver a vuestra casa, Benín, para dirigiros un mensaje de esperanza y de paz. En primer lugar, deseo agradecer muy cordialmente, a Monseñor Antonio Ganyé, Arzobispo de Cotonou, sus palabras de bienvenida, y saludar a los obispos de Benín, así como a los cardenales y obispos de numerosos países de África y de otros continentes. Y saludo calurosamente a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, venidos para participar en esta Misa celebrada por el Sucesor de Pedro. Pienso ciertamente en los benineses, pero también en los fieles de los países francófonos vecinos, como Togo, Burkina Faso, Níger y otros más. Nuestra celebración eucarística en la solemnidad de Cristo Rey del universo es una oportunidad para dar gracias a Dios por el ciento cincuenta aniversario del comienzo de la evangelización de Benín, y por la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos celebrado en Roma hace algún tiempo.
El Evangelio que acabamos de escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo. No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.
Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado. El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero, como nos recuerda san Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y felicidad. También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe en Él, que vence nuestros miedos, nuestras miserias, nos da acceso a un mundo nuevo, un mundo donde la justicia y la verdad no son una parodia, un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los otros y con Dios. Este es el don que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.
«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Acojamos estas palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios. Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio es verdaderamente una palabra de esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy cercano a nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y quisiera dirigirme con afecto a todos los que sufren, a los enfermos, a los aquejados del sida u otras enfermedades, a todos los olvidados de la sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con el pensamiento y la oración. ¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse con el pequeño, con el enfermo; ha querido compartir vuestro sufrimiento y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para liberaros de todo mal, de toda aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada merece nuestro respeto y amor, porque a través de él Dios nos indica el camino hacia el cielo.
Esta mañana os invito también a que compartáis vuestra alegría conmigo. En efecto, hace 150 años que la cruz de Cristo fue plantada en vuestra tierra, que el Evangelio fue anunciado por primera vez. En este día, damos gracias a Dios por el trabajo realizado por los misioneros, por los «obreros apostólicos» originarios de aquí o venidos de otros lugares, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y todos aquellos que, hoy como ayer, han hecho posible la difusión de la fe en Jesucristo en el continente africano. Deseo honrar aquí la memoria del venerado cardenal Bernardin Gantin, ejemplo de fe y sabiduría para Benín y para todo el continente africano.
Queridos hermanos y hermanas, todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás. La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es siempre urgente. Después de 150 años, hay todavía muchos que aún no han escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y son numerosos aquellos cuya fe es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad del Evangelio, pensando que la búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo final de la vida humana. ¡Sed testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced brillar por doquier el rostro amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para vivir y esperar en un mundo difícil.
La Iglesia en Benín ha recibido mucho de los misioneros: ella debe llevar a su vez este mensaje de esperanza a quienes no conocen o han olvidado al Señor Jesús. Queridos hermanos y hermanas, os invito a que tengáis esta preocupación por la evangelización en vuestro país, en los pueblos de vuestro continente y en el mundo entero. El reciente Sínodo de los Obispos para África lo recuerda con insistencia: el hombre de esperanza, el cristiano, no puede ignorar a sus hermanos y hermanas. Esto estaría en contradicción con el comportamiento de Jesús. El cristiano es un constructor incansable de comunión, de paz y solidaridad, esos dones que Jesús mismo nos ha dado. Al ser fieles a ellos, estamos colaborando en la realización del plan de salvación de Dios para la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, os invito por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las raíces de vuestra existencia en el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que Jesucristo os dé a todos la fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a las nuevas generaciones lo que habéis recibido de vuestros padres en la fe.
aklunɔ ni kɔn fɛnu tɔn lɛ do mi ji.
[Trad. del fon: Que el Señor os llene de su gracia]
On this feast day, we rejoice together in the reign of Christ the King over the whole world.  He is the one who removes all that hinders reconciliation, justice and peace.  We are reminded that true royalty does not consist in a show of power, but in the humility of service; not in the oppression of the weak, but in the ability to protect them and to lead them to life in abundance (cf. Jn 10:10).  Christ reigns from the Cross and, with his arms open wide, he embraces all the peoples of the world and draws them into unity.  Through the Cross, he breaks down the walls of division, he reconciles us with each other and with the Father.  We pray today for the people of Africa, that all may be able to live in justice, peace and the joy of the Kingdom of God (cf. Rom 14:17).  With these sentiments I affectionately greet all the English-speaking faithful who have come from Ghana and Nigeria and neighbouring countries.  May God bless all of you!
[En este día de fiesta, nos alegramos del reino de de Cristo Rey en toda la tierra. Él es quien remueve todo lo que obstaculiza la reconciliación, la justicia y la paz. Recordemos que la verdadera realeza no consiste en una ostentación de poder, sino en la humildad del servicio; no en la opresión de los débiles, sino en la capacidad de protegerlos para darles vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Cristo reina desde la cruz y con los brazos abiertos, que abarcan a todos los pueblos de la tierra y les atrae a la unidad. Por la cruz, derriba los muros de la división, y nos reconcilia unos con otros y con el Padre. Hoy oramos por los pueblos de África, para que todos puedan vivir en la justicia, la paz y la alegría del Reino de Dios (cf. Rm 14,17). Con estos sentimientos, saludo con afecto a todos los fieles anglófonos, venidos de Ghana, Nigeria y los países limítrofes. ¡Que Dios os bendiga!]
Queridos irmãos e irmãs da África lusófona que me ouvis, a todos dirijo a minha saudação e convido a renovar a vossa decisão de pertencer a Cristo e de servir o seu Reino de reconciliação, de justiça e de paz. O seu Reino pode ser posto em perigo no nosso coração. Aqui Deus cruza-se com a nossa liberdade. Nós – e só nós – podemos impedi-Lo de reinar sobre nós mesmos e, em consequência, tornar difícil a sua realeza sobre a família, a sociedade e a história. Por causa de Cristo, tantos homens e mulheres se opuseram, vitoriosamente, às tentações do mundo para viver fielmente a sua fé, às vezes mesmo até ao martírio. A seu exemplo, amados pastores e fiéis, sede sal e luz de Cristo na terra africana! Amen.
[Queridos hermanos y hermanas de lengua portuguesa en Africa que me escucháis, os dirijo mi saludo y os invito a renovar vuestra decisión de pertenecer a Cristo y servir a su reino de reconciliación, de justicia y de paz. Su reino puede estar amenazado en nuestro corazón. En él, Dios se encuentra con nuestra libertad. Nosotros – y sólo nosotros – podemos impedir que reine sobre nosotros y hacer así difícil su señorío sobre la familia, la sociedad y la historia. A causa de Cristo, muchos hombres y mujeres se han opuesto con éxito a las tentaciones del mundo para vivir fielmente su fe, a veces hasta el martirio. Queridos pastores y fieles, sed para ellos ejemplo, sal y luz de Cristo en la tierra africana. Amén.]